No, eso no es un Tribunal Constitucional
La democracia está amenazada ya por la burda transformación del TC en una extensión de las necesidades de un presidente antisistema
Con una decisión osada, probablemente irregular y en todo caso política, el Tribunal Constitucional ha desafiado al Tribunal Supremo, utilizando como excusa el fallo condenatorio contra el exdiputado de Podemos Alberto Rodríguez que le hizo perder su escaño, por inhabilitación, tras ser considerado culpable de una agresión a un policía.
Todo indica que, más que el caso en cuestión, el Constitucional se ha servido de él para ensayar con un asunto menor la dinámica que el Gobierno de Pedro Sánchez espera que aplique en el futuro: la de convertirse en un nuevo órgano de casación que enmiende o sustituya a otras instituciones capaces de frenar los excesos gubernamentales.
Desde luego al Tribunal Supremo, clave en toda la respuesta del Estado de derecho al «procés», y también en el futuro de la infame Ley de Amnistía, que puede embarrancar si plantea una cuestión prejudicial ante el Tribunal Europeo de Justicia que congele su tramitación.
Frente a esa posibilidad, Sánchez está actuando en dos sentidos, a cual más inaceptable: de un lado, intenta incluir en la legislación la eliminación de ese precepto paralizante, tal y como le exigen los beneficiarios de la impunidad. Y, de otro, enfila al Supremo convirtiendo al Constitucional en una burda corte de legalización de los intereses espurios de la Moncloa.
Por eso puso al frente a Cándido Conde-Pumpido, cuya militancia en la causa quedó sobradamente acreditada en su tiempo de fiscal general del Estado con Zapatero. Y por eso lo rodeó, sin ningún pudor, de colaboradores tan directos como su exministro Juan Carlos Campo o su exasesora Laura Díez, tan comprometidos con Sánchez como el resto de los magistrados seleccionados para hacer piña con el presidente del órgano.
El sectarismo del sector izquierdista del TC se hizo extensivo ayer al gabinete de Prensa que elabora el resumen de los medios escritos de comunicación. Ahí suelen aparecer las informaciones de El Debate sobre el alto tribunal. Pero en el resumen de ayer el censor de guardia eludió la presencia de las crónicas de María Jamardo, el video análisis del director del periódico y la columna del director adjunto. No debían ser agradables.
El mero hecho de intentar subvertir la jerarquía jurídica del Estado es terrible, generando la falsa idea de que el Supremo está subordinado al Constitucional, lo cual es simplemente mentira: las atribuciones de cada uno están muy claras, y la acción del segundo sobre el primero se limita a cuestiones estrictamente técnicas que no condicionan ni alteran ni supervisan las decisiones del primero.
Pero hay otra víctima potencial de esta intentona de enterrar la separación de poderes, también presente en la contumaz presión colonizadora del Poder Judicial, al objeto de situar allí a un presidente similar a Pumpido para, en el mismo viaje, hacerse con la presidencia del Supremo.
Y ese damnificado es el Parlamento. Porque si el Constitucional se transforma en el supervisor del Supremo para maniatarlo, también lo será del Parlamento si se atribuye la competencia legislativa, regulatoria y fiscalizadora de las Cámaras.
Algo que puede ocurrir, perfectamente, si actúa como promotor de la Ley de Amnistía, de contrapeso a un Senado hostil al Gobierno o, lo peor, de blanqueador del referéndum de independencia al que Junts vincula el futuro de Sánchez.
La desesperación del líder socialista por sobrevivir en el cargo le ha llevado a aceptar unas cargas inviables, impuestas por sus socios e incompatibles con la letra y el espíritu de la Constitución. Y en lugar de entender que, en esas condiciones, no se puede gobernar, ha impulsado un proceso de recreación de un ordenamiento jurídico a la carta, modelado por instituciones alineadas con su deriva.
Que el Tribunal Constitucional se comporte ya como un vulgar altavoz de las necesidades de Sánchez no solo es lamentable. También es peligroso para la salud de la propia democracia, amenazada por una minoría insurgente cuya atroz influencia procede, en exclusiva, de la debilidad de un presidente camino de situarse en la condición de antisistema.