España en Las Ventas
Es posible que esta España mía, esta España nuestra, no sea más que un gran ruedo. Una enorme plaza de toros en donde el arte y la muerte se entrecruzan en un baile ritual de siglos. Gloria y abucheo. Delirio y sonrojo. Dominadores y dominados
Tarde plomiza. En las taquillas de la plaza hace horas que cuelga el cartel de «no hay billetes» como una bofetada en la cara del desabrido Urtasun, ministro, al parecer, de cultura o algo así. Suenan algunos aplausos a la llegada de alguien ¿será que al fin vino el ministro? «Siempre viene» me asegura mi vecino de localidad con cara de saberlo todo. «Se camufla allá enfrente, en el tendido del siete, no le hace falta ni sacar la entrada» Y ante mi sorpresa aclara: «Aquellos –señalando al tendido citado– aquellos cansinos, se creen los más sabios, los más puros, los más entendidos y ¿sabe usted lo que le digo? que no saben más que molestar, meter la pata e increpar a los matadores que «no se cruzan» como ellos consideran que hay que hacerlo. Son una pandilla de revienta fiestas. Por eso le digo que el ministro ha de estar camuflado por allí.» Y ante mi perplejidad cierra con un: «Son la carcoma de la plaza de Madrid, así de claro».
Puntualmente, como es de ley, comienza el festejo y con él las protestas del siete por no sé qué diatribas. No les gusta algo del toro, supongo. A saber. El personal empieza a impacientarse y suena alguna protesta, pero están acostumbrados a la dictadura de los revoltosos y la cosa no pasa de ahí. Son toros broncos, de esos que aprenden rápido y buscan el cuerpo a cuerpo en desigual combate. «Ya verá cuando salga el Roca Rey, a ese no pueden ni verlo, como antes les pasó con el Juli, o con el mismísimo Ponce…y eso que los despidieron en apoteosis, ya sabe usted que en España para enterrar somos únicos»
Y salió. Y toreó. Con el etilo que le ha llevado a la cabeza del escalafón, aunque a algunos puristas les choque. Y derrochó, como siempre, un valor que pone los pelos de punta. Pero no estaban contentos, los hablanchines del siete protestaban urgiéndole a más y más. Alguien debería recordarles que el toro es una fiera que juega a matar. Quizás buscan eso, sangre torera en la arena, sangre derramada a borbotones en el altar de su estúpido sectarismo. Y pasó. Y con dos espeluznantes cornadas el torero se enfrentó a la fiera estoque en mano, e incluso intentó completar la vuelta al ruedo antes de entrar en la enfermería casi desmayado.
Y al fin la plaza reaccionó culpando, quizá injustamente, a los sabios del siete de la tragedia. Y fue un clamor «¡fuera, fuera», con toda la plaza en pie. «No les importa nada, ya verá como ahora echan la culpa a la presidencia» comentó filosófico mi sabio vecino. Y se cumplió la profecía. Los baladreros reaccionaron urgiendo a la presidencia a abandonar el palco, por haber cumplido con su obligación reglamentaria, concediendo la oreja por petición casi unánime del público.
«¿Lo ve usted?, ya le decía yo. Estos son como los 'otros' que cuando les pillan con las manos en la masa sacan a relucir las calenturas del viejo Rey, con todas las nalgasprontas que se le cruzaron. ¡Pues vaya novedad! Y ¡con fotos robadas y todo! ¡hasta charletas de cama según parece! Como si, a estas alturas, nos importaran a alguien los polvorones del Rey con la señora de Cristo, que el señor me perdone por lo mal que suena».
Miro alrededor. Y sí. Es posible que esta España mía, esta España nuestra, no sea más que un gran ruedo. Una enorme plaza de toros en donde el arte y la muerte se entrecruzan en un baile ritual de siglos. Gloria y abucheo. Delirio y sonrojo. Dominadores y dominados. Santos, truhanes, héroes y villanos que intercambian sus papeles al ritmo del viento que sople. Es posible. Mi vecino se despide: «Si quiere usted un botellín, voy a donde 'el guarro', ahí mismo, a discutir un rato con los malasangres del siete». Y asiento pensando qué papel le tocará jugar ahora.
Leo que Urtasun, aún ministro de algo, se negó a aplaudir a don Julián Gómez Escobar, «El Juli», cuando recibió el último Premio Nacional de Tauromaquia, en presencia de los Reyes de España y éste le despachó con la elegancia torera de una media verónica magistral: «Señor ministro, usted no aplaude, yo le saludo». De oreja y rabo.
Y es que, don Ernesto, aunque usted no lo sepa, hasta para ser ministro hay que tener clase.
- Alfredo Liñán es licenciado en Derecho