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TribunaJosé Torné-Dombidau y Jiménez

Elogio de la Transición y demolición de su legado

Más que partidismo, Zapatero y sus autoridades se enfundaron el traje del sectarismo. España empezó, otra vez, a caminar por la senda de la división y las dos Españas. Ahí está la Ley de Memoria Histórica (2007), primer proyectil de grueso calibre que impactó contra la Transición

Actualizada 01:30

La Transición vino a ser el faro que iluminó la larga noche del franquismo: disipó las tinieblas que sembraban de incertidumbre el ánimo y la mente de los españoles de entonces. Siempre que se formulaba la apremiante pregunta: «Después de Franco, ¿qué?», se intentaba apaciguar a los apesadumbrados españoles con aquella insatisfactoria respuesta de: «Después de Franco, las Instituciones».

Sin embargo, la generación de la Transición a la democracia, integrada por franquistas reformistas y el conglomerado de la oposición, se reinventó para dar una respuesta políticamente satisfactoria desde los valores de la libertad y la concordia. En efecto, el cambio de régimen político, de un régimen «autoritario-paternalista» (Juan Ferrando Badía, «El Régimen de Franco. Un enfoque político-jurídico», Tecnos, 1984, 302 págs.) a un sistema democrático liberal-parlamentario fue posible por la sensatez y equilibrio de posiciones que imperó en los políticos de la derecha y de la izquierda (incluso de centro) de aquellos difíciles e ilusionantes años, años que pueden situarse desde la muerte de Francisco Franco (1975) a la aprobación de la vigente Constitución (1978).

Los políticos de entonces tenían aprendida la lección. Sabían de dónde venían y adónde querían ir. Así, los reformistas deseaban un sistema político como el que disfrutaban los países europeos vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Eran conscientes de la estrechez y carencias del régimen salido de la Guerra Civil, un régimen transitorio e insostenible a todas luces. La oposición a Franco, bien en el exilio o perseguida en el interior, aspiraba a la instauración para la España postfranquista de una democracia homologable a la de las naciones que fundaron las Comunidades Europeas. Conocían en sus carnes la adversidad del duro exilio forzoso o la crudeza de las cárceles de la dictadura, y, todos, la ausencia de libertad.

Ambos sectores políticos comprendieron que tenían que entenderse, que no se podía repetir el riesgo de otro atroz conflicto como el del 36. Por eso, en lugar de pretender imponer unilateralmente sus respectivos programas partidistas, ideológicos, optaron por una civilizada vía como solución: aprobar normas y políticas mediante una técnica no experimentada en la Historia de España, salvo, tal vez, la Constitución de 1876, hija de la Restauración: el consenso, expresión de la concordia. Así nació la Constitución de 1978, la Constitución de la Concordia, De ese modo, en la tumba de uno de los hombres que más se caracterizó por lograrla, Adolfo Suárez, figura como epitafio: «La Concordia fue posible».

Aprobada la Constitución democrática, el devenir y desarrollo posterior de la vida política española respondía a esa tónica aburrida que se da cuando se vive en una auténtica democracia. Sin sobresaltos. Sin escándalos. Obrando siempre con respeto invariable al espíritu y a la letra del texto constitucional.

Así era hasta que apareció un político socialista de nombre José Luis Rodríguez Zapatero que, olvidando de dónde veníamos y lo mucho y bueno que habíamos conseguido con la Transición, comenzó a olvidarla, a revisarla, y a separarse del clima de respeto y concordia que se había puesto en práctica en las relaciones Gobierno-Oposición. Renació la tensión. Más que partidismo, Zapatero y sus autoridades se enfundaron el traje del sectarismo. España empezó, otra vez, a caminar por la senda de la división y las dos Españas. Ahí está la Ley de Memoria Histórica (2007), primer proyectil de grueso calibre que impactó contra la Transición.

Olvidaríamos los daños del zapaterismo si no fuera porque otro socialista, al menos de nombre, ha irrumpido en la escena política y lleva desgobernando más de seis años. Durante ellos, Pedro Sánchez ha instaurado un régimen político personalista, arbitrario, autocrático, con pretensiones de sepultar la memoria de la Transición, que tan benéfica ha sido para España. Desde el Poder Ejecutivo, y con el concurso desleal de formaciones disolventes de la nación española, Sánchez ha emprendido la locura de la demolición de la obra de la Transición; está alterando los pilares del Estado democrático de derecho que fundó esta Constitución. Ha convertido en borrosos los límites competenciales de los Poderes del Estado; ha situado – ladinamente– a fieles peones del sanchismo al frente de ellos (Armengol en Presidencia del Parlamento y a Conde-Pumpido del TC, ¡supremo intérprete de la Constitución!) y a un número considerable de lacayos en los principales órganos de control, lo que dibuja un régimen autocrático.

Cuando la ética no rige las conductas públicas, el arbitrismo manda, el Derecho sucumbe, y al gobierno de las Leyes sucede el gobierno de los hombres, desaparece la libertad y se abaten los derechos civiles. Sánchez ha desmontado el sistema liberal y representativo de la Transición. Sánchez es el autor de este desaguisado que vivimos. Sánchez es culpable.

  • José Torné-Dombidau y Jiménez es presidente del Foro para la Concordia Civil
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