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TribunaAlfredo Liñán

Valencia se escribe con B

Actualizada 01:30

Llueve. La noche se ha cerrado en aguacero y, el otras veces inspirador cuchicheo del agua al caer hoy regruñe amenazante como un perro cimarrón. Y la memoria me vuelve a aquella maldita madrugada del 6 de noviembre del 97, cuando, tras una noche de «agua va», el ulular de las sirenas anunciaba que algo muy grave había sucedido en la habitualmente tranquila ciudad de Badajoz. Y con las primeras luces la sospecha se hizo certeza, mil doscientas familias perdieron sus casas y veinticinco la vida. Y allí, como ahora ha sucedido en Valencia, el pueblo español se volcó en una solidaridad estremecedora. La Caja abrió una cuenta con una cantidad inicial de cien millones de pesetas y en el acto las centralitas se colapsaron con llamadas de toda España enviando dinero y miles de voluntarios se lanzaron a la calle para ayudar a lo que hiciera falta. No había tiempo de preguntar el por qué, ni de mirar alrededor buscando a quién culpar. En Valverde de Leganés, cuatro leguas aguas arriba de Badajoz, en donde el río, rompiendo el embovedado, inició su embestida encontré al entonces presidente de la Diputación, Eduardo de Orduña, pala en mano sacando barro como el primero. Todo un ejemplo. Todo el mundo estaba a lo mismo, a solucionar las cosas y a nadie, parece mentira hoy día, se le ocurrió aprovechar la tragedia para incriminar al contrario. Gabilondo -don Iñaqui, por supuesto- se atrevió a preguntar al entonces presidente de la Junta Juan Carlos Rodríguez Ibarra y recibió esta respuesta: «Si nos ponemos a buscar responsables, la gente se va a quedar sin viviendas, así que no lo busque usted: lo tiene delante de sus narices, soy yo. Asumo toda la responsabilidad, pero voy a intentar dar respuesta a esta tragedia». Hubo quien lo consideró una boutade «Thatcheriana» del presidente, pero ahí quedó la cosa y a nadie se le ocurrió intentar encaramarse en la desgracia para arañar un puñado de votos ni para injuriar al contrario.

En Badajoz, el día 7 de noviembre se celebró un funeral ante diez mil personas, asistieron los entonces Príncipes de Asturias y, por supuesto, todas las autoridades encabezadas por el presidente del Gobierno José María Aznar.

El vicepresidente del Gobierno y, posteriormente, secretario general del PP Francisco Álvarez Cascos -el «general secretario» que llamaban por sus modales autoritarios- se presentó en el despacho de Rodríguez Ibarra: «Presidente, vengo a ponerme a tus órdenes, ¿qué necesitáis?». Y de allí salió un plan por el que, en el tiempo récord de unos pocos meses, se levantó todo un barrio nuevo para que quienes habían perdido la vivienda tuvieran acceso a una nueva. Y, por cierto, que en el entretanto estuvieron residiendo en unos más que dignos alojamientos provisionales cedidos por el Ayuntamiento de Madrid, que, a la sazón, presidía Alberto Ruiz Gallardón, a quien Extremadura concedió posteriormente su medalla en agradecimiento.

Nadie buscó culpables. Nadie se encaramó en los muertos para distinguirse. Nadie aprovechó la tragedia para pedir el voto. Nadie fue tan mezquino. Quizá porque, en aquel momento, nadie hubiera perdonado una cosa así.

¿Qué nos ha pasado? ¿Qué ha sucedido en España para que las actitudes más miserables nos parezcan normales? ¿Quién dio patente de corso a nuestros políticos para que no respeten ni el dolor de unas ciudades arrasadas? Montarán, claro, su pantomima funeraria, y encenderán pebeteros en honor de quienes ya no pueden escupirles, y en todos los telediarios veremos el rostro dolorido de los Caínes de impecable attrezzo que salieron huyendo cuando un pueblo justamente indignado les pedía una explicación.

Ojalá, al menos en la reparación de los daños materiales, para los otros no cabe, Valencia se escriba con la humilde pero ejemplar «B» de Badajoz.

  • Alfredo Liñán Corrochano es licenciado en Derecho
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