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RADIACIONESCarlos Marín-Blázquez

Adiós al mito del verano

«Me he puesto a recordar los días de verano idos». –César Vallejo–

Actualizada 12:01

Como toda estación, el verano comporta su propia mitología. Alrededor de las expectativas que despierta en nosotros, cristaliza una constelación de imágenes. Muchas de ellas, al contrario de lo que podría derivarse de la naturaleza de un tiempo concebido para la experimentación y la novedad, ostentan un cariz rememorativo. El verano de hoy nos remite siempre a los veranos de ayer, en mayor o menor medida. Qué queda de aquellos otros veranos, nos decimos, los veranos de la niñez cada vez más lejana, en los que el tiempo, al ralentizarse, adquiría una densidad por completo distinta a la textura repetitiva de los días ordinarios. Hay, pues, un regusto melancólico que irradia desde el fondo de la memoria y que convierte el verano, más allá de la satisfacción que nos depara la ganancia del disfrute reciente, en la expresión de una nostalgia casi silenciada.

Del verano salimos de un modo distinto a como lo hacemos de las demás estaciones. Para empezar, esta ruptura con el curso del tiempo acentúa la conciencia de que hemos llegado a un final. De ahí que una cierta sensación de pesadumbre se nos haga más acuciante. El ritmo que ahora se nos impone tiene, antes que nada, la marca de una clausura. Concluye el período en que nos fue dado disponer de amplias parcelas de libertad para consagrarlas a algún modo de esparcimiento creativo, al cultivo, a veces en solitario, a veces en compañía de nuestros seres más próximos, de aquellas dimensiones de la personalidad que debieron quedar relegadas durante el resto de los meses del año. Nuevamente, nos sumergimos en la relativa estrechez de unos hábitos que, a la vez que nos insertan en la esfera de una actividad «productiva», nos proveen de una identidad a cuya luz no siempre alcanzamos a reconocernos del todo.

En ese sentido, es posible que parte del malestar que atañe al hombre de la civilización moderna se deba a la persistencia del contraste, en última instancia irresoluble, entre el modo en que se percibe a sí mismo y la imagen que se le insta a proyectar en el seno de una sociedad donde el individuo parece merecer su justificación sólo en virtud de la utilidad que acredita. En el verano, sin embargo, nos sentimos liberados del lastre de esa condición desdoblada. Emancipados de las servidumbres habituales, soberanos al fin de la práctica totalidad de nuestras horas, dejamos de considerarnos a nosotros mismos como piezas intercambiables de un engranaje mayor. Todo en el discurrir de los días adquiere entonces unos contornos más simples y diáfanos, una forma de elementalidad a través de la cual sentimos que volvemos a intimar con la vertiente más genuina de la vida.

Por eso el verano se halla tan estrechamente vinculado con la infancia. Nunca nos fue dado experimentar menos la opresión del entorno, el alcance limitado y precario de nuestras ilusiones, que en aquella época en la que, acabado el curso escolar, la libertad se transfiguraba en una vivencia cotidiana. Cómo no sentir añoranza de aquel estado paradisíaco, puro señorío del instante y de la luz aún no sometido a la persistente usura del tiempo…

Sin embargo, mirar atrás supone también volver a tomar conciencia de la vastedad de una pérdida. Somos los lugares a los que ya no regresaremos, y también aquellos otros que, con el correr de lo años, han sido alterados por la acción industriosa del hombre, no siempre para mejor. Somos las voces de los ausentes, la memoria de quienes velaron por nosotros, el rastro casi desvanecido de una calle o una playa traspasadas por el soplo radiante de la dicha. Porque el verano es menos una estación como las demás que una encrucijada de recuerdos vueltos a filtrar por el tamiz insomne de los años. Y lo que eso significa es que uno mira a sus hijos y de golpe comprende que, sin saberlo, también ellos están ahora mismo urdiendo en su interior su propia cartografía de imágenes indelebles, el enclave íntimo al que sin duda habrán de regresar mañana, en días de frío y oscuridad inevitables, y uno sólo desea que cuando llegue el momento, en el instante mismo en que ingresen en ese reducto luminoso fabricado contra las imprevisibles encerronas de la vida, encuentren a su alcance un espacio en el que reposar, una reserva de certezas acogedoras, el eco distante y consolador de todos los que ya no estaremos aquí para acompañarles.

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