Una definición completa de la palabra libertad
El liberticidio y el libertinaje son como dos ríos con distinto cauce y caudal, pero que desembocan en un mismo mar: el de la esclavitud; porque mientras el liberticida empieza esclavizando a los demás para acabar esclavizándose a sí mismo, el libertino comienza esclavizándose a sí mismo para terminar esclavizando a los demás
Tengo una fe resuelta en que libertad es una de las palabras más manidas desde los albores de la humanidad y el arjé de los tiempos. Ahora bien, ¿quién es capaz de dar una definición sólida de este concepto aparentemente tan resbaladizo?
De manera sintetizada, defino libertad como «la capacidad de elegir más el hecho de hacerlo bien». Así pues, consta de dos ingredientes, que son: el poder realizar una elección y el que la opción escogida sea moralmente aceptable.
Si no existiese la capacidad de elegir, hablaríamos de liberticidio (o muerte de la libertad). En caso de que se utilizase para sembrar el mal, triunfaría el libertinaje. A esto, cabría añadir que el liberticidio y el libertinaje, a pesar de parecer antónimos, se encuentran íntimamente ligados, hasta el punto de llegar a convertirse, en reiteradas ocasiones, en sinónimos.
Imaginemos un régimen liberticida que anulase la capacidad de elegir, pero que impusiese que eligiésemos correctamente. Si buceamos en los totalitarismos del siglo XX, podremos ver que la mayoría de esas dictaduras que trataron de imponer el bien en la tierra son, precisamente, las que más se alejaron de la fe católica y de la ley natural. De aquí, el hecho de que el liberticidio y el libertinaje guarden una relación tan estrecha, hasta el extremo de transformarse en sinónimos.
Es más, si nos retrotraemos a la Grecia clásica, comprobaremos que la filosofía hedonista –aquella que hacía del placer idolatría– gozó de un fortísimo predicamento durante la tiranía de Alejandro Magno, con el objetivo de que fuese extinguido todo ansia de rebelión contra su tiránico gobierno (por no resultar placentero el preocuparse lo más mínimo por cuestiones políticas).
En 1984, la novela distópica de George Orwell, el estado tiene a la población oprimida bajo un régimen represivo y puritano, pero hace una excepción con las proles, que son aquellas personas pertenecientes a un estrato socioeconómico que excede el umbral de la pobreza, a quienes les permite vivir en una anarquía moral para evitar que se subleven contra el stablishment. No cabe duda de que el liberticidio se sirve del libertinaje para perpetuarse en el poder.
Ahora, imaginemos un régimen enloquecidamente libertino, en el que se diese rienda suelta a una capacidad de elegir sin medida, al margen de que las opciones elegidas fuesen moralmente aceptables. Si miramos a nuestro alrededor, podremos darnos cuenta de que quienes más reivindicaban el derecho a decidir y la autodeterminación, ahora, son los que te dictan cómo tienes que ser y expresarte. El moralismo desaforado del movimiento woke y de la corrección política imperante es una prueba fidedigna de ello: empezaron comportándose como libertinos, para acabar metamorfoseándose en puritanos (véase en moralistas exacerbados); porque, como he manifestado en otros de mis escritos, el libertinaje es la antesala del totalitarismo, del mismo modo que el relativismo es la estación anterior del puritanismo. Primero, desencadenan el caos (entropía); después, te prometen el paraíso (utopía); para, finalmente, instalar un infierno terrenal (distopía).
En la película Pinocho, verbigracia, un puñado de jóvenes es arrastrado a la Isla de los juegos, una arcadia feliz en la que pueden ejercer su libertad sin límites, para, acto seguido, ser transformados en burros de carga. Algo parecido sucede en la isla Utopía, creación literaria de santo Tomás Moro. En Los demonios, de Fiódor Dostoievski, hay un personaje que, tras haber sido educado en un liberalismo moral mayúsculo, se transfigura en una especie de anarquista peligroso; quien, ante la decepción de su padre, le replica a éste que es el fruto de lo sembrado. En este párrafo, disponemos de tres advertencias muy meridianas de cómo el libertinaje puede convertirse en la antesala del totalitarismo; y el relativismo, en la estación anterior del puritanismo.
Azorín, por su parte, pudo darse cuenta de que los intentos por borrar la religiosidad del mapa traerían consigo una moralidad más represiva, controlada por un gobierno de carácter despótico. Esto es lo que, en el siglo XVII, hizo el filósofo Thomas Hobbes: ante el relativismo que se respiraba en algunos sectores, propuso un estado leviatán (véase ferozmente absolutista) que cubriese ese vacío ocasionado por el alejamiento de la moral cristiana.
En algo parecido, degeneró la propuesta planteada por Jean-Jacques Rousseau, consistente en despojar a los ciudadanos de los valores tradicionales, para cubrir ese hueco con una nueva moralidad contractual (es decir, consensuada, radicalmente democrática); planteamiento que ha puesto la simiente de buena parte de los totalitarismos modernos. Porque el libertinaje es la antesala del totalitarismo; y el relativismo, la estación anterior del puritanismo.
Friedrich Nietzsche, por su parte, fue uno de los máximos propulsores del nihilismo, de abrazar la nada, a base de renunciar a los valores cristianos tradicionales; para, acto seguido, proponer una moral sustitutiva, basada en la construcción del superhombre, de alguien afanado a su voluntad de poder, al ideal de sobreponerse a los demás e imponerles su rumbo. Esta autonomía desaforada de la libertad implica la invasión de la libertad de nuestro prójimo, hasta el punto de que el régimen nazi se nutriese, en buena medida, de estos postulados nietzscheanos. Porque el libertinaje es la antesala del totalitarismo; y el relativismo, la estación anterior del puritanismo.
Dos ejemplos bastante ilustrativos de cómo el liberticidio y el libertinaje pueden llegar converger en un mismo punto son los siguientes: el celebérrimo paraíso socialista en el que la libertad económica se encuentra cercenada, por mor de la igualdad y la justicia, y en el que, con el paso del tiempo, brotan numerosos focos de anarquía de mercado; y, en el extremo opuesto, ese capitalismo sin reglas, libertario (véase libertino), que deriva en que los grandes empresarios estrangulen a la competencia y se adueñen de las instituciones estatales e internacionales, de tal modo que una oligarquía avariciosa se termine enseñoreando de todo; en resumen, si las ballenas socialistas conquistan las empresas desde estado, los tiburones capitalistas asedian a los gobiernos desde sus entidades empresariales.
El liberticidio y el libertinaje son como dos ríos con distinto cauce y caudal, pero que desembocan en un mismo mar: el de la esclavitud (lo contrario de la libertad); porque mientras el liberticida empieza esclavizando a los demás para acabar esclavizándose a sí mismo, el libertino comienza esclavizándose a sí mismo para terminar esclavizando a los demás. En este caso, se da aquello que, en matemáticas, se conoce como la propiedad conmutativa: el orden de los factores no altera el producto.
Un ejemplo bastante esclarecedor de cómo el libertinaje nos termina esclavizando a nosotros mismos sería el de alguien que sufre una adicción: sabe que no le conviene, le gustaría tener fuerzas para dejarla, pero, aun así, se siente momentáneamente liberado cuando acude a ella. Aquí, el libertinaje acaba degenerando en liberticidio.
Se da lo que Étienne de la Boétie calificó como servidumbre voluntaria, es decir, la esclavitud elegida voluntariamente. Un problema que constituye el epicentro de Un mundo feliz, la archiconocida novela de Aldous Huxley, en la que los personajes son despojados de su libertad a cambio de ser libres para disfrutar de placeres de índole sexual. De hecho, el escritor Juan Manuel de Prada, en uno de sus artículos, publicó una lista de leyes confiscatorias que habían sido aprobadas prácticamente al mismo tiempo que otras que liberalizaban derechos sexuales.
Por todo lo expuesto, abrigo la firme convicción de que es imprescindible entender la libertad como «la capacidad de elegir más el hecho de hacerlo bien»; debido a las abominables consecuencias que acarrea aplicar solo la primera parte (libertinaje) o la segunda (liberticidio) de la definición.
En sintonía con esta definición, san Pablo nos reveló lo siguiente: «Hermanos, habéis sido llamados a ser libres; pero procurad que la libertad no sea un pretexto para dar rienda suelta a las pasiones; antes bien, servíos unos a otros por amor» (Gál 5,13).
Aristóteles concebía la libertad como el orden del ser. Es decir, que sostenía que seríamos libres si acomodábamos nuestra conducta y modus vivendi a la virtud. Al mismo tiempo, era un defensor de la propiedad privada y, por ende, de la libertad personal, a contrario sensu de Platón. En síntesis, por un lado, defendía la capacidad de elegir, y, por otro, se inclinaba por que dicha elección estuviese en avenencia con el orden del ser. De esta paradoja, me permito la licencia de afirmar que se mostraba favorable a la definición de libertad establecida en este artículo, esa que reza que la libertad es «la capacidad de elegir más el hecho de hacerlo bien».
Tenemos capacidad de elegir, pero, como matizaba el filósofo católico Jacques de Maritain, el sentido de ésta reside en «para qué» la ejercemos. Como dice Juan Manuel de Prada, Cristo vino al mundo para enseñarnos que «la verdad os hará libres», y no que «la libertad os hará libres».
Una vez abordado que «la libertad es la capacidad de elegir más el hecho de hacerlo bien», nos vemos en la tesitura de ascender un escalón, que es el de la conquista de la libertad interior.
El insigne teólogo Jacques Philippe, en su opúsculo La libertad interior, incide en que estamos hechos no solo para ser libres en nuestra manera de obrar, sino en el espíritu, en las interioridades de nuestro corazón; de tal modo que podamos alcanzar la libertad incluso en aquellos momentos en los que la capacidad de elegir nos sea negada a nivel humano.
Un ejemplo de libertad interior en la falta de libertad para elegir sería el de Etty Hillesum, una joven judía que murió en Auschwitz en las postrimerías de 1942, y cuyo diario fue publicado en 1981. Su singladura espiritual comienza a coger fondo y forma en aquella Holanda sacudida por la persecución nazi.
Un psicólogo ayuda a Etty Hillesum a descubrir el irresistible magnetismo de los valores cristianos, lo cual provoca, en palabras de Jacques Philippe, que «al tiempo que le son arrebatadas todas sus libertades externas, descubre dentro de sí misma una felicidad y una libertad interior que en adelante nadie le podrá arrancar». A esto, el teólogo añade: «Por todas partes se ven carteles en los que se prohíbe a los judíos transitar por los senderos que conducen al campo. Pero, por encima de ese poquito de carretera que nos queda permitido, se extiende el cielo entero».
Esto último, el insigne Philippe lo relaciona con «la estrechez de los lugares» en los que vivió Teresa de Lisieux; en donde la santa carmelita no fue privada, a través de su «sensibilidad espiritual», de «una maravillosa sensación de amplitud, de expansión». En un paraje del mapamundi «humanamente tan pequeño y pobre», en «un pequeño Carmelo provinciano de vulgar arquitectura, un jardín minúsculo, una pequeña comunidad compuesta por religiosas cuya educación, cultura y costumbres serían seguramente básicas», halló –catapultada por su insaciable libertad interior– «horizontes sin fin», «inmensos deseos», «océanos de gracias», «abismos de amor», «torrentes de misericordia».