Jéssica
La inquina a la pareja de Ábalos es otra trampa del sanchismo, que mientras blanquea el único idilio realmente sonrojante del momento.
Jéssica, con dos eses y tilde, es nombre de choni, como Cynthia o Vanessa salvo si eres de Wisconsin, con petición de disculpas anticipadas para todas ellas. Una charo puede llamarse María Jesús y encargarse de Hacienda, con los resultados catastróficos previsibles, pero una princesa de polígono infinitamente más vistosa, pero menos peligrosa sale condicionada desde el registro civil con esas dobles consonantes y esas virgulillas imposibles que predestinan, por ejemplo, a arrimarse a Ábalos.
Nuestra Jéssica disfrutó de un pisazo de alquiler sufragado por Víctor de Aldama, que tiene en la preposición el primer indicio de que algo no iba bien: no se puede ser del Zamora Club de Fútbol y tener un adorno entre los apellidos sin despertar sospechas, luego confirmadas por la UCO.
La dama en cuestión es presentada como la pareja del cortafuegos involuntario de Sánchez, que se dibuja siempre a sí mismo como el Saturno de Goya, devorando a sus hijos: en lugar de morir con su Sancho Panza, el que le ayudó a derrotar a los gigantes del PSOE para hacerse con el control del molino, va y le tira al vertedero a las primeras de cambio para salvar su propio trasero.
Hasta en las esquinas y callejones más sombríos de la vida se puede estar con dignidad o sin ella, y Sánchez siempre opta por la segunda opción: le debe el puesto a Ábalos, le dejó actuar con manos libres, le animó a tener reuniones, o al menos las conoció y consintió, con todos los prebostes de toda trama conocida y por conocer y, cuando vio que la sangre iba a llegar al río, le ha utilizado como cabeza de turco para adecentar sus propias vergüenzas.
Jéssica es la unidad monetaria del sanchismo, el billetito que Sánchez ha ido poniendo en el escote de Otegi, de Pumpido, de Puigdemont, de Junqueras y de buena parte de la prensa del Movimiento para que a cambio le bailen pole dance por una barra en la que resbalan los trigéminos, tal vez, pero sobre todo los escrúpulos y los principios con una sorprendente facilidad.
Por lo visto está feo que Ábalos cuide de su chica, lo sea a tiempo parcial o con contrato indefinido, pero no lo está que Sánchez haya estado en la misma barra mil veces y que de hecho trate aún mejor a la suya, Begoña Gómez, más mimada por el sistema que la rubia de extrarradio elegida por el malo de la película para recibir el calor humano que hasta los sicarios necesitan al volver a casa tras una larga jornada de trabajos sucios.
Es perfectamente coherente con el currículo de inmundicias previas que el ecosistema de Sánchez intente ahora señalar a Ábalos como primer y único responsable de la madre de todas las tramas y que, en ese viaje, se utilice el nombre poligonero de su amada para reforzar el mensaje.
Pero ya no cuela: aquí el patrón era otro, la geisha privilegiada de verdad era la de la transición competitiva y no la del blanco satén y la auténtica degradación no está en arrejuntarse con una superviviente de nombre imposible en castellano, sino en acabar en la Audiencia Provincial por ayudar a otra más recatada en apariencia pero mucho más ambiciosa en sus objetivos.
Una se conformaba con comer calentito y dormir bajo un buen techo; la otra es Greta Thunberg con trienios y es tan humilde que solo aspira a salvar al mundo, como si el mundo la esperara para algo más que tirar de la cadena tras hacer de cuerpo. Un respeto a Jéssica, pues.