Fernando Simón
Que no esté en un banquillo de acusados dando cuentas de su gestión explica por qué Sánchez siempre sale libre también
La catadura moral de Sánchez se retrata en Fernando Simón, canonizado por los mismos que ofrecen coartada al presidente en todas sus trapacerías. El ínclito portavoz de la pandemia ha aparecido en El País presumiendo de gestión, con una falta de pudor idéntica a la de su jefe en la materia: los dos, con Illa, deberían estar rindiendo cuentas en una Comisión de Investigación parlamentaria, cuando no en un juzgado, por la cadena de errores, mentiras y retrasos que dispararon la mortalidad por coronavirus en España un 80 % hasta finales de abril, quizá la peor primera ola del mundo.
Pero ambos comparecen en público como si gracias a ellos hubiésemos superado el drama y todo lo que vimos con nuestros propios ojos fuera una ensoñación, inducida por esos ultraderechistas imaginarios que siempre están presentes en sus guerras ficticias.
De Sánchez, ese tipo que pretende hacernos creer que le preocupan mucho las fronteras de Ucrania mientras mercadea en Waterloo con las de España, ha habido y habrá tiempo para hablar y para que hable él, ante el tribunal de la historia y a ser posible también ante otro de instrucción.
Pero Simón llevaba un tiempo escondido, hasta que su vanidad ya conocida le ha hecho reaparecer en el quinto aniversario del estado de alarma, eso inconstitucional que aprobó Sánchez, cuando ya era tarde, para borrar las huellas de sus negligencias.
Y esa resurrección ofrece la oportunidad de refrescar la memoria de sus pasos en la tierra, como en los versos del Tenorio: fue él quien ignoró en enero la alerta sanitaria internacional, quien rebajó la gravedad del coronavirus del tipo máximo a uno medio, quien ofreció cobertura seudocientífica a la decisión política de permitir actividades multitudinarias en toda España para no suspender el 8M, quien anunció un impacto menor de la epidemia, quien restó importancia al uso de mascarillas y quien, entre otras salvajadas dolosas, ayudó al Gobierno a cubrir su gran mentira: las cifras reales de mortalidad en España, igualadas con otras con el burdo truco contable de presentarlas en términos absolutos, sin proporción a la población, para esconder que aquí fueron apabullantes por las chapuzas previas.
En un país serio, Simón estaría en un banquillo, acusado de varios delitos. Pero en España se hicieron camisetas con su rostro, que es de cemento, y ahora se le presenta como un héroe moderno incomprendido solo por los aguafiestas. En ese país tampoco seguiría siendo presidente Sánchez, por esta y tantas otras razones. Y desde luego el entonces ministro de Sanidad, Salvador Illa, no hubiera prosperado a presidente de la Generalitat.
Pero esto es España y todos ellos son «de izquierdas», lo que equivale a disponer de una especie de bula que concede impunidad. De ahí a pasar de justiciables a justicieros hay medio palmo y ya lo han recorrido: lejos de rendir cuentas por su incompetencia dolosa, ahora todo ellos se las piden a la Comunidad de Madrid, como si solo ahí hubiera habido muertos en general y, en particular, en las residencias de mayores, lo que ofrece una moraleja que la oposición no termina de entender.
Dejarle a Sánchez salir vivo de cualquiera de sus bochornos, desde el iniciático con el plagio de su tesis hasta el penúltimo con la venta a trozos de España y el ramillete de escándalos que le acorralan; equivale a regalarle una pistola cargada para que la use contra quienes le perdonaron la vida. A un inmoral de estas proporciones, apoyado en un aparato del Estado a su medida y en una artillería mediática sumisa y subvencionada, no se le puede pasar una.
Porque no es justo, sobre todo, pero además porque no es útil: siempre utilizará la tregua para quemar el cuartel ajeno mientras la tropa duerme. Y lo hará con un Fernando Simón al lado, convencido de que esconder la cifra de muertos por covid es una proeza y que, bien mirado, ya están tardando el darle el Premio Nobel de medicina.