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13 de septiembre de 2024

Gonzalo Cabello de los Cobos

Pegar a una mujer

Lo único que espero es que esa niña haya recapacitado y mandado a paseo al cagón que la agredió. No existe justificación alguna para continuar con una persona que te trata de esa manera

Actualizada 01:30

La cobardía en todas sus variantes es uno de los pecados más despreciables que existen. Yo lo aprendí hace mucho tiempo. Cuando era adolescente alguien me partió la nariz de un puñetazo y, como consecuencia del recuerdo de aquel generoso golpe, estuve algunos años rehuyendo los puñetazos que se amontonaban a mi alrededor. Ya saben, nocturnidad, juventud, hormonas y alcohol. Combinaciones divertidas y siempre peligrosas.

Cobarde

Lu Tolstova

Lo cierto es que, con el tiempo, al verme incapaz de intervenir, tuve que librar una batalla interna para vencer ese miedo que me atenazaba y que me hacía acochinarme ante el menor problema que surgiese a mi alrededor. No sin esfuerzo conseguí superarlo y ahora, aunque no soy Chuck Norris y no lanzo patadas giratorias a todo el que se cruza por mi camino, puedo decir orgulloso que ya no me arredro ante nadie si considero que lo que está pasando ante mis ojos es una injusticia.

Hace pocos días tuve la oportunidad de comprobar ese empuje. Sobre las tres de la mañana salía de una fiesta junto a un matrimonio amigo para irnos a casa. Nos dirigimos al coche de buen humor, comentando las anécdotas de la noche y lo acertado de nuestra retirada, cuando nos cruzamos con una pareja que aparentemente estaba discutiendo. Recuerdo que hicimos alguna chanza al respecto. «Una pelea de enamorados» y cosas así. La cuestión es que no le dimos mayor importancia y seguimos camino.

Nos metimos en el coche sin reparar en nada más, hasta que encendimos la luces y nos dimos cuenta de que los dos supuestos tortolitos seguían peleándose, esta vez en un tono más alto y acalorado. Nos miramos extrañados y no nos pusimos en marcha hasta ver qué pasaba.

La pareja en cuestión rondaba los treinta años. Ella quizás fuese algo más joven. Recuerdo perfectamente cómo a partir de un punto de la discusión ella callaba y miraba al suelo mientras él pegaba voces como un loco. La cuestión es que, en un momento dado, en el fragor de la disputa, el «hombre» le asestó un golpe duro y seco en el cuello a la chica con su antebrazo que la hizo retroceder un metro. Después se quedó como paralizada.

No sé si pueden imaginarse el golpe al que me refiero, pero les garantizo que verlo en directo fue impactante. Automáticamente, sin que ninguno de los dos habláramos para ponernos de acuerdo, mi amigo y yo salimos del coche como impulsados por una fuerza misteriosa y rápidamente nos dirigimos al supuesto hombre que acababa de agredir a la chica. Cuando nos vio llegar como dos hidras pude ver el pánico en sus ojos. Y lo que hasta hacía solo unos segundos era supuesta valentía, se convirtió en simple y esencial cobardía, de la del peor tipo.

Ni mi amigo ni yo tenemos complexión de luchadores, pero creo que la furia que desprendían nuestros ojos fue suficiente para que aquel ser infecto bajase el cabeza atemorizado.

Pueden suponer las cosas que le dijimos. Lo cogimos por la pechera gritando como energúmenos y lo zarandeamos como el pelele que era. Aunque no se llevó ningún golpe, los dos queríamos, a nuestra manera, que aquel imbécil sintiese lo que es la superioridad física, que experimentase el terror que su novia había sentido hacía solo un minuto. Creo que lo conseguimos.

El muy idiota estuvo cerca de llorar como un bebé. Tanto que hasta le dio un ataque de hipo que le impedía farfullar. Trató de hablar con nosotros, pero obviamente no quisimos escuchar nada de lo que quería decirnos. Por el contrario, nosotros sí le dijimos muy serios, mirándolo a los ojos, que nos habíamos quedado con su cara y que si nos enterábamos de que volvía a tocarle un solo pelo a su novia recorreríamos el infierno si hacía falta para quemarle sus diminutas pelotillas a fuego lento.

También le dijimos que íbamos a denunciarlo y a ella le conminamos a hacerlo sin tardanza. Pero claro, sucedió como suele suceder en muchos de estos casos. La chica, en vez de ponerse de nuestro lado, se puso del lado de su agresor justificándolo y minimizando la agresión y, de paso, amenazándonos a nosotros. Y él, como para tratar de arreglar las cosas, nos dijo que no era su novia sino su hermana. Como si tener una hermana justificase pegarle un golpe como el que el muy anormal le pegó. Estaba claro que mentía. Al final los dos se escabulleron en coche rápidamente en mitad de la noche de Cantabria y poco más pudimos hacer.

Tengo que decir que me siento especialmente orgulloso de la reacción de mi amigo. Su ira fue incluso más grande que la mía. Los dos tuvimos que contenernos para no moler a palos a aquel ser depravado y atemorizado como un cachorrillo.

Recuerdo que, cuando nos volvimos al coche, mi amigo me miró con los ojos inyectados en sangre y me dijo: «Tío Gon, yo es que estas cosas no las tolero. Cuando veo algo así es que me supera». Tranquilo, amigo, a mí me pasa exactamente lo mismo.

Lo único que espero es que esa niña haya recapacitado y mandado a paseo al cagón que la agredió. No existe justificación alguna para continuar con una persona que te trata de esa manera. Ni un solo golpe es tolerable. Espero que tenga una buena familia y amigas que la ayuden a tomar la decisión correcta, porque lo que empieza con un guantazo ya sabemos cómo puede acabar.

Maldito cobarde.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista
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