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Abecedario filosóficoGregorio Luri

Ascensión

«Anegado de sensaciones. He mirado, sentido, soñado y pensado»

Actualizada 13:31

Ascensión. Sinfonía.

Esta entrada del abecedario filosófico es preceptivo leerla con un fondo musical preciso: el de la Sinfonía Alpina de Richard Strauss.

Ascensión. Amiel

El 20 de julio de 1870 Henri-Frédéric Amiel se encuentra en Bellaspe, en la frontera ítalo-suiza. El panorama alpino es de una grandiosa majestad. «Es la sinfonía de las montañas, una cantata de los Alpes al sol», escribe en su Diario íntimo. Y se rinde incondicionalmente a la alegría de la inmensidad: «Anegado de sensaciones. He mirado, sentido, soñado y pensado».

El 22, en la cima del Sparrenheorn, anota: «Isis levanta la punta de su velo, y el vértigo de la contemplación hiere como un rayo que vislumbra un gran misterio.»

El paisaje, ciertamente, es un estado del alma

Ascensión. Schopenhauer

El 3 de mayo de 1804, Arthur Schopenhauer da comienzo a un viaje en el transcurso del cual ascenderá al Chapeau, al Pilatus y al Schneekoppe y descubrirá la agreste alegría de la intemperie.

En el Pilatus sintió vértigo «al dirigir la primera mirada hacia ese espacio de plenitud que tenía ante mí». Todo lo pequeño desaparece en su intrascendencia y «sólo lo grande conserva su figura. Todo queda integrado: lo que se ve no es una multitud de pequeños objetos separados, sino un gran cuadro, brillante y luminoso, sobre el que el ojo se detiene con placer.»

Llega a la cima del Schneekoppe al atardecer del 31 de julio, tras dos días de marcha. «El sol flotaba y nos lanzaba sus primeros rayos, reflejándose en nuestros ojos maravillados; debajo de nosotros, en toda Alemania, era todavía de noche […]. Debajo de uno se ve el mundo sumido en el caos». Cuando los rayos del sol finalmente iluminan los valles, lo que descubre admirado es «el eterno retorno y la eterna sucesión de montes y valles, bosques y praderas, ciudades y pueblos».

En la cabaña de madera en la que pernoctó, alguien encontró posteriormente la siguiente inscripción que dejó grabada el joven Arthur: «¿Quién puede ascender y callar?».

Once años más tarde, en 1811, en el transcurso de una excursión por el Harz se entretiene con la idea de que la filosofía «es un elevado puerto alpino: a ella sólo conduce un sendero abrupto que discurre sobre puntiagudos guijarros y punzantes espinas; es solitario y se vuelve cada vez más desolado a medida que se llega a la cumbre. El que lo sigue no debe temer el espanto, sino que tiene que dejarlo todo tras de sí y debe abrir su camino con perseverancia en la fría nieve […]. A cambio, verá pronto el mundo por debajo de sí, verá cómo desaparecen las tierras pantanosas y los desiertos de arena, cómo quedan allanadas sus irregularidades». Bajo esta perspectiva, el filósofo «permanece siempre expuesto al aire puro y frío de la altura y ve ya el sol cuando abajo reina todavía la oscuridad». En la Metafísica de las costumbres amplia esta idea: «del mismo modo que nuestro sendero físico sobre la tierra constituye siempre una línea y nunca una superficie, si queremos apresar y poseer algo en la vida, tenemos que dejar innumerables cosas a derecha e izquierda, renunciando a ellas. Pero si somos incapaces de decidirnos de esta manera y nos volcamos sobre todo lo que provisionalmente nos atrae, como hacen los niños en la feria anual, entonces nos estamos forzando vanamente por convertir en una superficie la línea de nuestro sendero: corremos de este modo en zigzag, nos dejamos deslumbrar desde todas las direcciones y no llegamos a ningún sitio.»

Ascensión. El hombre de genio

Schopenhauer, El mundo como voluntad y como representación: «Este estado de ánimo oscuro, a menudo observado en los espíritus más eminentes, tiene su símbolo en el Mont Blanc: la parte superior está casi siempre oculta por las nubes, pero cuando, a veces, especialmente en la madrugada, el telón se abre y revela la montaña enrojecida por el sol, levantándose con toda su altura, se trata de un espectáculo a la vista del cual el corazón de cada hombre se expande hasta lo más profundo de su ser. Así, el hombre de genio, por lo general, sumido en la melancolía, muestra a intervalos esta serenidad especial que sólo le pertenece a él, que luce en su frente.»

Ascensión. Manfred

Byron inicia su ascensión a los Alpes, tras despedirse de los Shelley en Villa Diodati, con el Fausto de Goethe en el bolsillo y su Manfred rondándole por el alma. «Todo esto –escribe mientras asciende- expande el espíritu, aunque la tierra, al perforar el cielo, nos abandone a los hombres fútiles aquí abajo».

Dos años después, en 1812, Friedrich pintó El excursionista sobre un mar de niebla.

En 1848 Schumann concluyó su Manfred.

Nochevieja de 1864. Nietzsche está interpretando en el piano el réquiem del Manfred de Schumann y algo barrunta…

6 de agosto de 1881. El aire es transparente y el viento fresco en Sils Maria. Nietzsche se encuentra junto a una roca situada en la orilla de un pequeño lago, disfrutando de los juegos caprichosos de las luces y las sombras en las faldas del Piz Corvatsch. «Había hecho abstracción de mí mismo –escribe-, todo era juego, puro juego; todo era lago, luz del de mediodía, tiempo sin objeto. Y, de pronto, amigo, Zaratustra pasó a mi lado».

La ascensión y el vacío

Lev Shestov, Apoteosis de lo infundado: «En los Alpes hay senderos estrechos y poco practicables al borde de precipicios. Sólo los montañeses más habituados y sin temor a las alturas se atreven a caminar por ellos. Los que son propensos al vértigo, en cambio, eligen los caminos más anchos y trillados o, simplemente, se quedan en los valles, y desde allí admiran las cumbres cubiertas de nieve. Quien se harta de los valles, quien ama escalar, quien no teme mirar al vacío y -lo principal- no posee en la vida más que la necesidad metafísica, seguramente ascenderá a las cumbres sin saber qué lo aguarda allí. Ese hombre no teme al vértigo, sino que lo anhela».

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